CINE CLUB, DOMINGOS DE CINE EN EL PRINCIPAL, MANHATTAN

Manhattan
28 de enero 2018 | Teatro Principal | 
20:00 hrs. | Entrada libre
Programación sujeta a cambios sin previo aviso.


DOMINGOS DE CINE EN EL PRINCIPAL, EN MEMORIA DE JORGE R. PANTOJA MERINO





A Elizabeth Zavala 
Los conceptos sin intuiciones son vacíos; 
las intuiciones sin conceptos son ciegas. 

Juan Antonio Rivas, 
Cartas abiertas de Woody Allen a Platón 
Al escribir sobre Manhattan (1979), el filme de Woody Allen, lo primero que viene a la mente -trazados o tiralíneas-, son los esbeltos rectángulos, triángulos y prismas que bordean la dársena y los estuarios de los ríos East y Hudson. Las noches luminosas se encargan de reflejarlos sobre las aguas grisáceas. La suya es una arquitectura de grandeza y silencio. En ella, no pocos terminan engullidos. Otros se tornan sus amantes. Algunos más -confieso que la analogía no es mía-, se prosternan como ciertos salvajes y picajosos ante los libros que, con nerviosismo no exento de ridiculez, besuquean las hojas sin lograr descifrar una sola letra. 

Manhattan es una isla de espacio limitado, exponencialmente aumentada por las sombras de los rascacielos, los funiculares que la hieden y, sobre todo, por la soledad en aumento que desciende, cual tarlatana, sobre esta ciudad enajenadamente anónima, desigual en sus prejuicios, violenta y, mal que le pese a muchos, bellísima. 

El natural de la ciudad -aquel que escribe o lee el New York Times o el New Yorker- es arrogante, asegurándonos que Manhattan es del mismo tamaño del mundo, o es el mundo mismo. Se vanagloria, sin ápice de lógica, de que el mar, el Sol, las estrellas han sido creadas únicamente para su gusto y placer. Cree que esta morada es el Aleph borgiano: uno de los puntos del espacio que abarca todos los puntos y todos los lugares del orbe, vistos desde cualquier ángulo o perspectiva. 

A vuelo de pájaro, Manhattan -enmarcado por la fotografía en blanco y negro de Gordon Willis sobre una pantalla ancha anamórfica, y la música de George Gershwin-, es un vademécum para turistas: carece de gusto por la selección, optando por lo más conocido de su geografía, eliminando todo entusiasmo por la aventura, pues refiere una ciudad muchas veces visitada. Al recorrerla, como manada, se deja a uno simplemente guiar, sin disfrutar, sin pasarla en grande. No nos acerca -que igualmente da tono a la isla-, a las cábalas ni a los ritos de sus zonas marginadas del Times Square y la calle 42 West, como si al no registrarlos se ocultara ser culpable de sus miserias. En Manhattan, el cineasta transita a gran velocidad las calles, las plazas, las playas, los cines, el MOMA, el acuario, mostrando una urbe que no desmienta la iconografía serena que prometió en sus escenas primeras, alejándose del Aleph. 

¿Qué piensa Woody Allen de este su entorno, su provincia mirífica, diseñada para ser transitada a diario y cuya extensión condice de admirable manera incluso el paso lento de un niño?  
Capítulo Uno: Él adora la ciudad de Nueva York. La idolatra fuera de toda proporción... Para él es una metáfora de la cultura contemporánea... [Aunque le] es difícil existir en una sociedad desensibilizada por las drogas, la música estentórea, la televisión y la basura... Nueva York es su hogar y siempre lo será1. 

Para hablar de una ciudad hay que conocerla. Él la conoce y la identifica en su lenguaje secreto, el de sus adentrales. Allen recoge el habla franca de Manhattan: experiencias, intuiciones y conceptos que difícilmente pueden considerarse de dominio público. El filme, va a resultar extraño, incluso como pasatiempo intelectual o divertimento, para quienes, simplemente no han caminado sus calles cubiertas de charcos tras una lluvia veraniega; disfrutado sus noches, que en invierno empiezan a las tres de la tarde; visitando sus librerías o bibliotecas, y no se han adentrado en sus cines, teatros y museos, nunca vacíos. 

Creo adivinar que para Woody Allen -en el papel de Isaac, una desmadrada figura judía con pelo color zanahoria y bastantes problemas psicológicos-, la atmósfera de Manhattan es el ejemplo señero de la libertad individual, esa donde uno puede tener identidad y nadie te dice lo que tienes qué hacer y tampoco intenta pensar por ti. Lo que no podemos saber es si la isla es de la total comodidad del cineasta por cierta intolerancia al judaísmo. Posiblemente ha aceptado la morada con la antigua resignación de raza, obligado a ser blanco de escarnios y zarandajas.

En el recuento, Allen ha cosechado un cúmulo de vivencias. Es proclive a un judaísmo crítico que rechaza, verbigratia, el sionismo de Moses Mendelssohn, que hace del hebreo un hombre común y lugareño, atado a tradiciones atávicas y vinculado a un solo país, Israel, desvistiéndolo de antemano de las complejidades del cosmopolitismo. Niega además esa moral judía donde la culpa siempre ha de estar presente mientras dure el arrepentimiento. 

Manhattan es un filme poblado por espectros hebreos: Sigmund Freud, Wilhelm Reich y Diane Arbus -de quien yo creí, absurdamente en 1972, haber sido el único en ver en el MOMA su exposición fotográfica-, que imponen su estructura intelectual. Su tono en blanco y negro, para no ir más lejos, está acorde a las premoniciones religiosas del judaísmo; no son azarosas: el día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer. De ahí que los amaneceres o atardeceres en el filme parezcan irreales, aunque bien lo sabemos, el arte no tiene que cuidarse de la verdad, sino de la verosimilitud. 
El rol de Isaac, más neurótico que gratificante, tiene por esfuerzo la rebeldía de un solitario que rechaza la mentalidad genuflexa del doctrino. La fragmentación de sus emociones -expresada por un enervamiento del intelecto y de su capacidad amatoria-, es su cosecha. Al evocarlas se muestra un granuja. Entenderse con Isaac no es un acto simplista, exige empatía, o por lo menos simpatía. 
Con Manhattan, Woody Allen parece llevar a cabo una metamorfosis en su carrera de auteur. Deja atrás la socarronería, no así la ironía, dando la espalda a Carlo Goldoni, dramaturgo veneciano satírico: "Ya no quiero hacer películas cómicas, pues en mi derredor solo veo sufrimiento". Esto, empero, no significa, según apunta, que rechace la risa. Pero ¿hay aquí una contradicción? Risa y seriedad se retroalimentan. Jack Kroll, crítico de cine, lo revela: "Woody Allen quiere trampear, culpando a la crítica y al público de que no le permiten ser serio porque es conocido como clown... Se engaña porque en esencia es un tipo cómico que quiere ser serio”. ¿Se trata entonces de una crisis de identidad? 

Manhattan (Estados Unidos, 1979). Dirección: Woody Allen. Guión: Woody Allen y Marshall Brickman. Edición: Susan E. Morse. Música: George Gershwin, La Filarmónica de Nueva York, La Filarmónica de Búfalo y Michael Tilson Thomas. Fotografía: Gordon Willis. lntérpretes: Woody Allen (Isaac Davis), Diane Keaton (Mary Wilkie), Michael Murphy (Yale Pollack), Mariel Hemingway (Tracy), Meryl Streep (Jill). Duración: 96 min. Blanco y negro. 

1Parte del guión de Manhattan. 
Texto extraído del libro Placeres culposos de Jorge R. Pantoja Merino, Universidad de Guanajuato, México, 2011, p. 87.



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